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La ciudad perdida de Z
Publicado el 02 junio 2010 por Alberto de Frutos
Río de Janeiro alberga en su Biblioteca Nacional un documento que podría mostrar el camino a la legendaria Ciudad Perdida. Su autor recreó un mundo fabuloso que, a partir de entonces, obsesionaría a los mayores aventureros de la historia. Entre ellos, a Percy H. Fawcett, un explorador cuya historia es digna de una de las películas de Indiana Jones…
El 2 de octubre de 2009, decenas de miles de cariocas festejaron en las arenas blancas de Ipanema y Copacabana la última conquista del Gobierno Lula: la elección de Río de Janeiro como sede de los Juegos Olímpicos 2016. El júbilo fue incomparable: ni siquiera el desfile por el Sambódromo que todos los años festeja el regreso del rey Momo en el carnaval más concurrido y alegre del mundo pudo equipararse a ese regocijo, que tanto apenó a los madrileños, asiduos finalistas de esa votación.
Aunque, bien mirado, es posible que el explorador Percy H. Fawcett (1867-1925) rebasara tales cotas de entusiasmo cuando, en la biblioteca de Río de Janeiro, se topó con un extraño documento, que hoy puede consultarse en la sección de “Manuscritos”, serie “Obras Raras”. Diez páginas lo conforman, bajo el título Relação histórica de uma occulta e grande povoação antiquissima sem moradores, que se descobriu no anno de 1753. Catalogado por los responsables del centro con el asunto Cidades extintas y el número 512, el investigador puede consultarlo junto a la primera edición de Os Lusíadas o a la Bíblia de Mogúncia, impresa en 1642.
Primera página del ‘Manuscrito 512′. Crédito: Wikipedia.
Nos acercamos a las puertas de esa institución, considerada la mayor biblioteca de América Latina y situada muy cerca del Museo Nacional de Bellas Artes y de Cinelândia. A buen seguro, el viajero se sentirá atraído por los más de ocho millones de volúmenes que alberga el interior de esa madriguera de la bibliofilia; por su fachada de estilo neoclásico; o por sus columnas corintias, que nos saludan como mástiles de una bandera con el lienzo cuajado de letras en la extensísima Avenida de Río Branco.
ESPIONAJE Y AVENTURAS
“No carece de razón el antiguo dicho que reza: ‘Hay que ver Río antes de morir’. No conozco ningún otro lugar que pueda compararse a Río de Janeiro, y acaricio la esperanza de poder vivir allí algún día, si es que tengo tanta suerte”, dejó dicho Percy H. Fawcett. Un tipo curioso, como veremos a continuación.
Su fama fue tal, que Arthur Conan Doyle se inspiró en su figura a la hora de novelar El mundo perdido, y H. Rider Haggard recurrió a su encantadora personalidad para caracterizar a los exploradores de Las minas del rey Salomón. Lo que no todo el mundo sabe es que su eco traspasó tiempos y fronteras, y que los propios George Lucas y Steven Spielberg lo tomaron como modelo para la saga del arqueólogo Indiana Jones.
Miembro de la Royal Geographical Society de Londres, su misteriosa desaparición en la región delMato Grosso en 1925 (¿víctima de los indios caníbales Murcegos?), puso fin a una intensa carrera de espionaje y aventuras, que se desarrolló a lo largo de varios decenios en el norte de África, Malta, Hong-Kong y Ceilán. Más tarde, nuestro hombre se concentraría en el trazado de una serie de mapas por Bolivia, Perú y Brasil, antes de quedar deslumbrado por un sueño romántico y visionario: el hallazgo de una ciudad perdida, a la que dio en llamar Z y que vinculó con la Atlántida: “La conexión entre la Atlántida y ciertas zonas de la actual Brasil no puede ser descartada categóricamente”, apuntó en Lost Trails, Lost Cities. A su juicio, esa relación vendría a aclarar muchos problemas irresolubles hasta entonces.
Fawcett realizando mediciones en la selva amazónica.
Pero Fawcett no hubiese pasado a la historia de no ser por su obsesiva búsqueda de una ciudad perdida. Y la inmortalidad de que goza en nuestros días (y se supone que para siempre) empezó a fraguarse tras la lectura del citado manuscrito de Río, digitalizado en la siguiente dirección de Internet.
Evidentemente, él no sería el primero ni el último en perder la sesera por la fuerza y la belleza de la palabra escrita; y, si no, que se lo digan al Quijote… Pero, ¿qué contiene ese documento, capaz de enloquecer a un hombre aparentemente en sus cabales?
Así nos describe el instante prodigioso de su hallazgo en A través de la selva amazónica(Ediciones B, 2003), unas memorias que su hijo Brian ordenó y publicó años después de la desaparición de su padre: “Quienes tengan inclinaciones románticas –y casi todos las tenemos, a mi juicio– verán los elementos de una historia tan fascinante, que no conozco ninguna comparable. Yo la descubrí en un antiguo documento que aún se conserva en Río de Janeiro, y, a la luz de las evidencias recabadas en diversas fuentes, creo al pie de la letra en esta información”.
LAS MINAS DE MURIBECA
Aquella leyenda describía las aventuras de Francisco Raposo, quien, en 1743, emprendió la búsqueda de las Minas Perdidas de Muribeca. Este Muribeca era hijo de un marino portugués y una nativa india; y, a lo largo de su vida, acumuló una inmensa cantidad de oro, plata y piedras preciosas, cuya localización mantendría en secreto su hijo Robério Dias. Enardecido por el relato que llegó a sus oídos, el nativo Francisco Raposo, residente en Minas Gerais, partió hacia el norte y luego al este, vagando durante diez años entre pantanos, montañas y bosques en busca de las minas, tal como otros habían hecho antes que él.
En compañía de un nutrido grupo de indios, Raposo divisó finalmente el oscuro objeto de su deseo. ¿O acaso la ciudad desierta y ruinosa que encontró, semejante a Cuzco y asediada por el vuelo de miles de murciélagos, era solo un mero aperitivo de lo que le aguardaba todavía? Tras sobrevivir una temporada de la recolección de arroz en las ciénagas y la caza de patos, el nativo y sus fieles reanudaron la marcha; y, a unos ochenta kilómetros de la ciudad, localizaron una cascada bajo la cual se ensanchaba un río que formaba varias lagunas pantanosas.
El coronel Fawcett junto a uno de los guías de la expedición. Crédito: LIFE.
“La investigación –prosigue Fawcett– reveló que los supuestos pozos de minas eran agujeros que el grupo no tenía forma de explorar, pero en las aberturas se halló cierta cantidad de rico mineral de plata. Aquí y allá se veían cuevas excavadas a mano en la roca, algunas de ellas selladas con grandes losas de piedra cubiertas de extraños grabados. Podía tratarse de las tumbas de los monarcas y los sumos sacerdotes de la ciudad. Los hombres intentaron retirar las losas de piedra, pero todo fue en vano”.
La fortuna les quemaba los dedos. Nunca aquellos hombres habían estado tan cerca de la gloria como hasta ese momento. Sin embargo, la prudencia, unida a la amenaza cierta de los indios, les inclinó a regresar a su punto de partida para avisar del hallazgo al virrey, Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de Athayde, quien, sujeto a los pronunciamientos de la Iglesia, hizo caso omiso a la narración y se negó a enviar a sus hombres a la zona. “Ignoramos lo que pasó con Raposo y los suyos. ¿Volvieron a la ciudad? De ninguno de ellos se volvió a saber más”, apunta David Hatcher Childress en Lost cities & ancient mysteries of South America (Adventures Unlimited Press, 2001).
MUCHOS AÑOS DESPUÉS…
Cerca de dos siglos después, Fawcett quiso recoger el testigo de Raposo. Los tiempos habían cambiado, puesto que, a diferencia de aquella administración brasileña imbuida del “estrecho fanatismo de una Iglesia todopoderosa”, sus coetáneos se mostraban más abiertos a la idea de una antigua civilización; e incluso el Gobierno brasileño, presidido a la sazón por el jurisconsulto Epitácio Pessoa, no tardó en subvencionar una expedición a su mando. Él era el único que conocía el secreto: “Lo descubrí en la dura escuela de los viajes por la selva”, señaló.
Las aventuras de Fawcett y sus hombres –el boxeador australiano Butch Reilly, el joven Felipe…– se recogen en los capítulos finales de A través de la selva amazónica, llena de lamentos por lo inadecuado del equipamiento; pero también de esperanza (“¡puede que regresemos de la próxima expedición con una historia que estremecerá al mundo!”).
¿Y cuál era esa historia? Pues, ni más ni menos, que el descubrimiento de Z, una ciudad ignota e inexplorada, tal vez la entrada a Akakor (esa mítica y ancestral ciudad habitada por la tribu de los Ugha Mongulala y fijada para la posteridad por el historiador alemán Karl Brugger en la ya clásica Die Chronik von Akakor); o, por qué no, a la Atlántida, puesto que, como el propio Fawcett sostenía, “los once mil años transcurridos, según Platón, desde el hundimiento de la última isla de la Atlántida abarcarían las vidas de tan solo ciento diez centenarios. ¡Un testimonio presencial del desastre pudo transmitirse de padres a hijos hasta el presente con tan solo 184 repeticiones!”.
Percy no desbarraba. Era consciente de que un velo se tendía entre la Suramérica antigua y la época contemporánea, y también sabía que el hombre que se propusiera descorrerlo tendría que afrontar peligros y fatigas sin cuento. Su itinerario, que podemos reconstruir a partir de las notas que consignó antes de su desaparición, comenzaría en el campamento del Caballo Muerto, seguiría hasta el Xingú y se adentraría en la selva hasta un punto entre ese río y el Araguaia. Desde Santa María do Araguaia, los expedicionarios planeaban cruzar el Tocantins y proseguir por las montañas entre Bahía y Piauí, hasta el río San Francisco y la ciudad que Raposo explorara en 1753. Junto a su hijo, Jack, y su amigo Raleigh Rimell, el aventurero inició la búsqueda de Z, no por ansia de dinero o fama, sino para satisfacer una curiosidad indomable y demostrarse a sí mismo que era un caballero esforzado y valiente. Entre el infernal aleteo de una turba de moscas, registró sus últimos pensamientos: “No debes temer ningún fracaso”.
Tal vez el gran Percy H. Fawcett no fracasara, después de todo. Su misteriosa desaparición en el Mato Grosso pudo significar que, realmente, alcanzó su objetivo y que, tras tantas penurias, localizó la Ciudad Perdida de Z sobre la que un día leyera en la biblioteca de Río de Janeiro. Nunca lo sabremos. Es posible que Fawcett penara la ambición prometeica de soñar un sueño que no podía ser compartido con nadie, y que los nativos, tal vez caníbales de la tribu de los Murcegos, protegieran los secretos de la ciudad y lo liquidaran junto a sus compañeros de viaje. Así, como aquel Orfeo de Tracia que descendió a los infiernos para rescatar a Eurídice, Percy cayó fulminado por un rayo de Zeus…; pues quién sabe si la Ciudad Perdida que halló Francisco Raposo en 1753 era el mismísimo Infierno.
En fin, mientras el cuerpo del explorador no aparezca (y han sido muchas las batidas para encontrarlo), podremos seguir creyendo que sus restos descansan en Z, al recaudo de una misteriosa raza de criaturas que nadie ha visto jamás. De momento, el misterio continúa. La productora Paramount ha comprado los derechos del libro La Ciudad Perdida de Z, de David Grann, que dirigirá James Gray y protagonizaráBrad Pitt en el papel del aventurero. Su estreno está previsto para 2012.
El libro de Grann está disponible en castellano, en edición normal y de bolsillo:
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