jueves, 21 de marzo de 2013

En busca de la ciudad perdida de Z - Akasico

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http://www.akasico.com/noticia/2440/Ano/Cero-Historia-ignorada/En-busca-de-la-ciudad-perdida-de-Z.html

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Última actualización 24/09/2010@07:54:12 GMT+1
Su nombre evoca aventura, riesgo, búsqueda al límite; es el paradigma de explorador comprometido, de hombre de formación extensa que prácticamente mamó desde su acomodada cuna la vocación por explorar e intentar llegar allí donde nadie antes lo había hecho. Esta es su historia
Percy H. Fawcett vino al mundo en la localidad de Torquay (Devon, Inglaterra) en el año 1867. Su padre había nacido en la India del Imperio Británico, donde intelectuales, militares y miembros de la aristocracia gustaban de marchar, porque aquella tierra llena de “salvajes” también era sinónimo de aventura, algo manufacturada, todo sea dicho, pero tan consistente como para que después, al regreso a la madre patria, las tertulias de cafés y sobremesas se llenaran de recuerdos, de periplos inciertos por un país en el que las esencias y la cultura milenaria hacían de la más normal de las vivencias, el mejor de los relatos. Y en estas lides parece ser que el padre de nuestro protagonista, nacido en esta lejana tierra del subcontinente asiático, era un artista. No en vano pertenecía a la laureada Royal Geographic Society, y es más que probable que en este entorno el joven Fawcett ­comenzara a imaginar exploraciones que años más tarde pondría en marcha. Además, la lejanía de sentimientos que desde siempre mostraron sus progenitores, fue clave para gestar una personalidad que jamás rehuyó problemas ni responsabilidades; cuando otros caminaron por prudencia hacia atrás, él siempre enfiló el sendero que le llevaba hacia lo inexplorado. “Quizá haya sido mejor que mi infancia en Torquay se haya deslizado sin afecto materno ni paterno –aseguró–, porque esa circunstancia de huérfano me hizo más circunspecto. Hubo también años escolares en Newton Abbot que en nada alteraron mi visión del mundo”.

Ya en 1886 ingresó en la Artillería Real, y fue destinado a Trincomalee, ciudad situada al noroeste de Sri Lanka, que por aquellas fechas era el puerto militar más importante del país. El carácter curioso de Fawcett encontró en esta tierra bañada por el océano Índico el caldo de cultivo ideal para desarrollar sus inquietudes; empaparse de una cultura tan distante a la suya, pasear por el gran templo hindú de las mil columnas, conocer sus mitos y tradiciones, comprobar cómo a esas alturas de siglo todavía era posible dar con restos de civilizaciones aún más antiguas, que habían permanecido sepultadas por las escorias y la selva durante cientos de años, causó tal impresión en él que su vida ya no volvería a ser igual. Así fue como creyó atisbar que en las leyendas se escondía veladamente parte de una historia no escrita que hablaba de pueblos avanzadísimos, de ciudades tragadas por el tiempo, pero que aún permanecían ahí, dispuestas a regalar sus misterios a quien se atreviese a iniciar la búsqueda. Y fue Percy Fawcett el que aceptó el reto, después de estar un tiempo trabajando para los servicios secretos, y de arribar al que sería el continente de “los sueños cumplidos”: América del Sur.

Estaba convencido de que en las entrañas de las frondosas junglas del Amazonas existía una ciudad perdida. Y esta certeza se convirtió en obsesión cuando llegó a sus oídos el nombre de Francisco Raposo, un militar portugués que en el año 1743 accedió sin pretenderlo a unas ruinas gigantescas ubicadas en las selvas del Brasil, porque su objetivo real era encontrar las minas de Muribeca, de las que no se tenían noticias desde el siglo XVI. Raposo, buscando su Dorado particular, organizó una expedición con el firme propósito de llegar hasta él, siendo consciente de la dificultad que ello acarreaba. Porque si lo que referían las crónicas era cierto, las míticas minas, guardianas de fabulosas riquezas, se ubicaban en las montañas del impenetrable Matto Grosso, allí donde decían las tradiciones que aquel que se atreviese a penetrar en él, jamás retornaría…

Sea como fuere Francisco Raposo sí lo hizo, con la fortuna de romper esa especie de maldición, ya que tras diez años de exploración logró regresar para contar lo que había encontrado –otras crónicas aseguran que el tal Raposo no regresó, y quien dio fe de su aventura fue el Canónigo J. de la C. Barbosa, cuyo nombre aparecerá nuevamente en unas líneas–. Y lo que narró fue la confirmación que todos esperaban, pero que hasta ese momento nadie había logrado contar: que a cientos de kilómetros de las costas brasileñas se hallaban esas minas que justificarían el mito del Paititi, tan llenas de riquezas como misteriosas, pues muy cerca de las mismas, junto a una cascada espectacular y flanqueada por unas montañas blancas como el cuarzo, se levantaba una ciudad de antigüedad incierta, abandonada y semicubierta por la vegetación.

Fawcett enloqueció con aquel relato, más aún cuando tuvo la oportunidad de cotejar su autenticidad al leer un manuscrito que se encontraba en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, en la sección de obras raras. En el mismo –bautizado por su numeración como “Documento 512”–, el ya citado Canónigo J. de la C. Barbosa describía al detalle la expedición de Francisco Raposo, sus diez años de penuria al mando de un nutrido grupo de busca fortunas portugueses, y sus increíbles hallazgos. El contenido de este documento ha sido hasta ahora un misterio. ¿Qué leyó en él Fawcett que le llevó al pleno convencimiento de que Raposo tuvo el privilegio de llegar a su anhelada ciudad perdida…?

(Continúa la información en revista ENIGMAS 179).

Lorenzo Fernández Bueno

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