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Castel del Monte: ¿Una fortaleza iniciática?
Última actualización 31/08/2012@11:43:32 GMT+1
Javier García Blanco
En un rincón de la región italiana de la Apulia, una extraña construcción lleva décadas intrigando a los investigadores. Enclavada en lo alto de una suave colina, la «fortaleza» de Castel del Monte es visible desde varios kilómetros a la redonda, atrayendo la mirada del viajero. Nadie sabe a ciencia cierta cuál fue su auténtica finalidad. Quizá porque su propietario, el emperador Federico II, tuvo una vida marcada por la obsesión de conquistar el mundo y apropiarse de las claves del conocimiento.
Desde su nacimiento, el 26 de diciembre de 1194, Federico estuvo señalado por lo sobrenatural. Según la leyenda, antes de que su madre diera a luz, un dragón exhaló su aliento sobre ella; un evento sobrenatural que, dando crédito a ciertos relatos, también se produjo antes del nacimiento de Alejandro Magno y del emperador Augusto. Obviamente, se trata de un relato legendario, pero supone una evidencia del carácter de «elegido» que tuvo entre sus contemporáneos.
Hijo de la reina Constanza de Sicilia y del emperador Enrique VI –perteneciente a la dinastía Hohenstaufen–, Federico fue nombrado rey de los germanos con sólo dos años y, tras la muerte de su padre, en 1197, también recibió la corona de Sicilia, con su madre como regente. Sólo un años después, la muerte le arrebató también a su madre. El niño quedó así bajo custodia directa del papa Inocencio III y, según aseguran algunos autores, fue tutelado por los templarios, cercanos al pontífice. Con sólo dieciséis años, fue coronado de nuevo rey de los germanos gracias al apoyo papal y, en noviembre de 1220, se alzó con el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos de Europa.
Para entonces, Federico se había ganado ya el apelativo de Stupor Mundi (Asombro del Mundo).
Desde muy joven, el emperador mostró un notable interés por todas las ramas del conocimiento. Sabemos que hablaba nueve idiomas y que era capaz de escribir con soltura en siete de ellos. Sin duda, algo inaudito para su época, en la que era realmente difícil encontrar no ya monarcas tan sabios, sino reyes que no fueran auténticos analfabetos.
Sin embargo, mostró también una personalidad excéntrica que sorprendió y atemorizó, a partes iguales, a sus contemporáneos, y que indignó a la Iglesia. Por ejemplo, Federico no dudaba en afirmar que Jesús, Moisés y Mahoma no eran sino tres impostores.
A pesar de estas muestras de excentricidad, lo que más nos interesa es su faceta de erudito. Reunió en su corte a todo tipo de sabios: no sólo había matemáticos, médicos o astrónomos, sino también astrólogos, magos, alquimistas y trovadores. Todo un compendio de saber a su disposición. Además, Federico solía mantener correspondencia con grandes intelectuales, entre ellos Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci, matemático descubridor de la célebre secuencia que lleva su nombre, tan relacionada con el «número de oro».
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