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El 2 de septiembre de 1945 finalizó la II Guerra Mundial, la contienda más sangrienta a la que se ha enfrentado el hombre en toda su historia. El horror adquirió una nueva dimensión con los campos de exterminio nazi y el poder destructor de la bomba atómica. Tres meses después, surgió de las entrañas de la tierra una docena de códices de hace más de 1.500 años que arrojan luz sobre el destino trágico del ser humano y el significado del mal en nuestro mundo. “Esta sincronicidad resulta doblemente asombrosa, ya que, en 1945, como en la época de los escritos originales de los Evangelios perdidos, el ambiente estaba lleno de predicciones y pronósticos de catástrofe mundial”, señala la analista junguiana June Singer.
El fabuloso hallazgo lo realizaron dos hermanos campesinos en una cueva cercana a Nag Hammadi, en el Alto Egipto, a unos 100 km de Luxor. Mientras buscaban fertilizante, uno de ellos, Mohammed Ali Samman, se percató de una enorme tinaja de barro escondida entre unas piedras. Al principio, dudó en abrirla, temiendo que contuviera un genio maléfico. Pero finalmente se atrevió, pensando que podría haber oro en su interior. Sin embargo, lo que hallaron les decepcionó: unos papiros polvorientos encuadernados en cuero. No podían imaginar que tenían en sus manos un auténtico tesoro arqueológico que revolucionaría lo que hasta entonces sabíamos sobre el cristianismo primitivo.
Se trataba de 13 códices que contenían 52 textos gnósticos escritos en copto (idioma de la primitiva Iglesia egipcia). Más de 1.000 páginas en total. Es lo que hoy conocemos como la Biblioteca de Nag Hammadi, cuyos manuscritos se conservan en el Museo Copto de El Cairo.
Lamentablemente, tardó un tiempo en conocerse la existencia de esos papiros, pues ambos descubridores negociaron con ellos en el mercado ilegal de antigüedades. Incluso quemaron algunos en el horno de su hogar, ajenos a la importancia de esos legajos antiquísimos. Sería muy largo contar todas las vicisitudes que se produjeron mientras los documentos pasaron de mano en mano entre los anticuarios y otros avispados negociantes, y los tejemanejes políticos que sucedieron a posteriori, hasta que por fin fueron recuperados por el Museo Copto y puestos a disposición de eminentes especialistas en la materia.
“Los descubrimientos de Nag Hammadi estuvieron expuestos a una serie de desgracias: obstáculos políticos, pleitos y, sobre todo, celos entre los sabios, del tipo: ‘yo he sido el primero’, constituyendo desde entonces este último factor una verdadera crónica escandalosa de los círculos académicos contemporáneos”, escribió el investigador alemán Hans Jonas. De hecho, hubo que esperar hasta 1972 para que saliera a la luz el primer volumen con las fotografías de los papiros. Entre ellos encontramos el célebre Evangelio de Tomás en su integridad, del que teníamos referencias por fuentes cristianas primitivas, así como la Hipóstasis de los arcontes, el Segundo tratado del gran Seth, el Evangelio de la verdad, la Exégesis del alma, el Apocalipsis gnóstico de Pedro, el Libro secreto de Juan, el Diálogo del salvador, etc.
Pero ¿qué contienen estos libros para poner en jaque los cimientos de la fe cristiana? ¿Qué es la gnosis y qué influencia ejerció durante los primeros siglos del cristianismo? Y, sobre todo, ¿qué imagen nos ofrecen los misterios gnósticos respecto de la figura de Cristo?
La vía del conocimiento
“Los gnósticos consideraban que el mundo, con todos sus peligros y sus distracciones, es una trampa mortal para quien busca el conocimiento verdadero. Es más, para ellos, el espíritu divino está preso en la cárcel formada por las pasiones del alma sensual y los elementos del cuerpo carnal”, afirma David Gerz en su obra Los Evangelios gnósticos. Efectivamente, la meta de la gnosis (vocablo griego que significa conocimiento) era buscar lo trascendente a través del autoconocimiento para poder liberar el alma de la prisión que supone el mundo material. El “gnosticismo” –término acuñado en el siglo XVIII– fue una corriente filosófica y mística expresada a modo de revelaciones directas e inmediatas, con las que el candidato pretendía alcanzar la divinidad mediante la búsqueda de la sabiduría interior.
El gnóstico, más que creer, conoce. No necesita intermediarios. Experimenta por sí mismo la iluminación y adquiere el conocimiento verdadero, reservado para una élite de elegidos y vetado para los no iniciados. “El deseo de ese ‘conocimiento’ nace del anhelo humano por alcanzar la unidad del conocer y del ser, del deseo de fusión del hombre con el Ser por antonomasia. En este sentido, la ‘gnosis’ sería un comportamiento religioso elemental que traduce la sensación profunda y dolorosa que sienten muchos hombres y mujeres por la separación de dos polos, el divino y el humano, que se desearía que estuvieran unidos”, explica Antonio Piñero, catedrático de Filología Griega y reconocido experto en cristianismo primitivo.
Es lógico que los cristianos gnósticos –que consideraban la fe inferior al conocimiento y, por tanto, no válida para garantizar la salvación– fueran perseguidos por los cristianos ortodoxos, una vez que la Iglesia católica, a finales del siglo IV, se convirtió en la religión oficial del imperio romano por decisión del emperador Teodosio (Edicto de Tesalónica). Nadie podía buscar la verdad por sí mismo, pues la Iglesia era su depositaria y sus ministros se encargaban de transmitirla a los fieles a través del símbolo de fe niceno y de los textos bíblicos, tras ser establecido el canon oficial. No se permitía, pues, el uso de evangelios no canónicos. Por tal motivo, los gnósticos fueron acusados de heréticos y sus obras, que recogían visiones místicas particulares y doctrinas heterodoxas, fueron quemadas (había que exterminar toda evidencia que cuestionara los dogmas eclesiásticos).
Por eso apenas han sobrevivido textos de carácter gnóstico. Los códices de Nag Hammadi corrieron mejor suerte. A escasa distancia del lugar donde fueron descubiertos, san Pacomio había fundado en el año 320 un monasterio, siendo más que probable que allí se tradujeran los originales griegos del siglo II, época en la que resplandece el gnosticismo (encabezado por Marción, que llegó a fundar su propia iglesia gnóstica). Al dar comienzo las persecuciones contra las corrientes cristianas no ortodoxas –sobre todo cuando en el año 367 Atanasio, arzobispo de Alejandría, ordenó destruir los libros apócrifos con tendencias heréticas–, los monjes decidieron esconder los códices en una cueva.
Por eso hasta 1945 poseíamos escasas referencias de lo que supuso el gnosticismo. Solo se conservaban algunos textos, como el Pistis Sophía –que recoge las palabras de Jesús a sus discípulos sobre su ascenso al mundo sobrenatural–, códice comprado en 1750 y conservado en el Museo Británico, o los fragmentos descubiertos en Oxirrinco en 1898, así como datos registrados en la literatura de los heresiólogos, es decir, los Padres de la Iglesia que combatieron con firmeza las herejías, como Ireneo de Lyon, Eusebio de Cesarea, Justino Mártir y Tertuliano. Este último, que libró una dura batalla dialéctica contra los gnósticos, escribió en su obra De praescriptione haereticorum:
“Solo se ha de considerar como verdadera toda doctrina que está de acuerdo con aquellas iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, pues ellas tienen, sin duda alguna, lo que las iglesias han recibido de los apóstoles, los apóstoles de Cristo, Cristo de Dios (...). Nosotros comulgamos con la Iglesia de los apóstoles, porque no tenemos otra doctrina distinta: esta es la prueba de la verdad”.
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